La semana pasada finalicé un relato de la Tierra Incontable titulado así, y mira por dónde que no viene mal para colocar aquí una nueva entrada.
Sin duda, los relatos tienen su propio ritmo, porque este, que he tardado nada menos que tres años en finalizar (o más bien en acabarlo, ya que sabía de sobra cómo quería que terminase), comenzó como tantos otros tras escuchar de casualidad una palabra que nunca antes había oído: respojo, que por lo visto es una de las definiciones aplicadas en algunas regiones de nuestro país a la materia que queda después de hacer vino (y cuya definición más oficial, por si queréis saberlo, es la de “bagazo”, palabra que para mi gusto suena mucho menos rotunda). Ese vocablo me retrotrajo a otro semejante que ya conocía, hollejo (que se escribe con hache inicial, pero que a mí me gusta más sin ella porque es una forma más arcaica y está aceptada aún en algunos países), y pensé que una imprecación como “respojos y ollejos” sonaba la mar de bonita y contundente, así que tenía que encontrar la boca adecuada en la que colocarla. Desde luego, una expresión semejante suena a viejo desaborido y desencantado de la vida, cascarrabias pero de buen corazón… así que muy pronto estuvo claro quién podía decirla. Y al mismo tiempo, pronto estuvo claro que ese viejo no iba a ser el protagonista de la historia, en absoluto.
Por lo visto, Terry Pratchett decía que los buenos escritores no se preocupaban tanto de cómo comenzaban las historias como de saber hacia dónde tenían que ir, y si bien a veces es necesario estar en desacuerdo hasta con alguien como él (a fin de cuentas, todos los buenos aficionados a la mal llamada “literatura fantástica” sabemos de sobra que Tolkien no tenía ni idea de qué iba a hacer con sus alegres personajes al inicio de “El Señor de los Anillos”), no deja de ser un consejo bastante valioso, sobre todo para escribir un relato corto (o medio) que no sea una novela ni otra cosa que no deba ser. Julio Cortázar, otro al que conviene hacer caso casi todo el tiempo, cuenta en aquellas conferencias acerca de la escritura que dio en Berkeley allá por 1980 (inciso: están publicadas en forma de libro titulado “Clases de Literatura”, y os lo recomiendo más que mucho, sobre todo si tenéis ganas de escribir y estáis interesados en saber cómo hacerlo mejor aún) que mientras una novela es como una película, un relato es como una fotografía. Es decir, que un relato es un instante congelado en el tiempo, que comienza y finaliza, aunque haya partes de ese instante que queden fuera de campo y sólo se nos muestren de forma parcial…
Y eso es lo que yo he intentado hacer en mi relato. Y como siempre, no sé si lo he conseguido… pero el resultado no me ha quedado mal del todo.
“Lo que hace falta” transcurre en una aldea que no sé muy bien en qué lugar de la Tierra Incontable podría ubicarse, donde un joven con lo que hoy denominaríamos una evidente discapacidad cognitiva va en busca de algo que cree que le hace falta, y en cambio se encuentra algo totalmente distinto, que ni concede deseos ni le ayuda a resolver sus problemas… o tal vez sí. Después de todo, quienes disfrutamos a menudo de la (otra vez) mal llamada “literatura fantástica”, sabemos de sobra que no conviene aceptar a la ligera dones de cualquier criatura rara que se nos aparezca, o que el “y fueron felices y comieron perdices” es un recurso facilón que está muy bien cuando eres un niño y lo que deseas es que la bruja arda en el horno o que lluevan golosinas sobre tu cabeza… pero que la realidad, con magia o sin ella, es un poco más complicada. ¿Cuánto va a tardar ese príncipe ideal y apuesto en convertirse en un marrullero que sólo hable de caza y de peleas, o cuándo nos vamos a aburrir mortalmente de esa dama lánguida que lo único que sabe hacer es hilar en una rueca y dar suspiros mientras mira por la ventana?
Y sí, para eso, además de para otras cosas, es para lo que están los relatos. Para encapsular esa instantánea de realidad donde no hace falta más, pero al mismo tiempo, para dejar implícito que lo que se ha contado no es todo, ni mucho menos. ¿Cómo sería esa misma historia desde el punto de vista de la viuda Nallen, sin ir más lejos? Pues a lo mejor podría imaginármelo… pero me temo que no soy tan buen escritor como para ponerme a ello y averiguarlo, entre otras cosas, porque me ofrece poco interés.
Porque los relatos, sobre todo, siembran semillas, y las de este ya están ahí, y tal vez germinarán, o tal vez se quedarán en eso. ¿Quién sabe? Alguna vez, en algún momento, un libro de relatos de la Tierra Incontable aparecerá en algún lugar, para contar esas historias que o bien se han quedado fuera de las principales, o bien apenas tienen que ver con ellas. ¿Por qué no, después de todo? Es para eso para lo que escribimos…
O más bien, para pasárnoslo bien.
Por si te ha picado la curiosidad, o si eres un lector o
lectora con cierta veteranía, te dejo la primera página aquí:
Lo que hace falta
-¡Esto es lo que te hace falta a ti, chico! ¡Esto!
Como
siempre, todos se rieron. Todos, menos él.
Murtonn,
el vinatero gordo cuya barriga era tan grande que ni siquiera le cabía dentro
de los pantalones, estaba tan colorado que parecía que iba a reventar de risa,
mientras con su fuerte brazo sostenía un enorme perno de madera que servía para
sujetar la prensa, y con la otra señalaba a Talion. Y todos los demás, jóvenes
y viejos, hombres y mujeres, también se reían de la ocurrencia. Pero Talion no.
Siempre
se habían reído de Talion. Bueno, era verdad que no se acordaba de si se reían
cuando había nacido, pero sí sabía que se habían reído de él desde que podía
recordarlo. Los otros niños del pueblo siempre se habían reído de él, y le
llamaban cosas que a él no le gustaban. Al principio, cuando era pequeño,
Talion se enfadaba y les insultaba, o les perseguía tirándoles piedras, pero no
tardó en darse cuenta de que lo mejor que podía hacer era no hacerles caso, y
ya dejarían de reírse…
Pero
habían crecido, y ninguno de ellos era ya un niño. Y tampoco Talion lo era. Y
sin embargo, seguían riéndose.
Él no
tenía la culpa de ser como era, y tampoco tenía la culpa de que sus padres
solamente le hubieran tenido a él porque eran ya muy mayores, y tampoco tenía
la culpa de que hubiesen muerto poco después. Él nunca jamás se había metido en
problemas: después de todo, la casita en la que vivía era legítimamente suya, y
del huerto que había tras ella obtenía lo que necesitaba para alimentarse, porque
a Talion le gustaban las plantas y sabía cómo tratarlas. Porque las plantas no
se reían de él, y por eso él las consideraba sus amigas, y las trataba con
cariño y respeto.
-¿Te das cuenta, muchacho? ¡Aquí hace falta lo que hace falta! -mientras
Murtonn insertaba aquella gran clavija de madera tallada en espiral en el
agujero que servía para ajustar la prensa de vid, hacía gestos exageradamente
obscenos que los demás recibían con nuevas carcajadas-. ¡Y esto es lo que te
hace falta a ti, como que me llamo Murtonn!
Talion
no tenía necesidad de estar allí, y sobre todo, no tenía ganas de escuchar aquellas
cosas. A fin de cuentas, sólo había ido a cambiar un manojo de cebollas por una
docena de huevos, pero la viuda Nallen parecía que tenía más ganas de reírse
que cualquier otra persona que había allí, y Talion no tenía ganas de reírse, y
estaba empezando a no tener ganas tampoco de los huevos… aunque sabía que si se
daba la vuelta y se iba, las carcajadas le iban a doler todavía más.
Pero
entonces, a Talion le pasó una de esas cosas buenas que, a veces y sin
esperarlo, pasaban.
-¡Respojos y ollejos, Murtonn odre de mosto! ¿Qué es lo que pasa contigo,
eh? ¿Tan gordo es ese tornillo que no eres capaz de meterlo, y por eso tienes
que meterte con los que no son como tú? ¡Deja de bufar por el trasero de una
buena vez, que bastante manchados tienes ya los calzones!
Aquellas
ocurrencias arrancaron nuevas risas a todo el mundo, pero como esas no eran a
costa de Talion, incluso él también se rió. El viejo Sarna era divertido, y
además siempre era bueno con él… y como era tan viejo, nadie en su sano juicio
habría osado meterte con él en serio, ni siquiera aquel bruto de Murtonn.
-¡Viejo Sarna, viejo Sarna! ¡Ándate con ojo si no quieres que use este
perno para barrenar otro agujero! -la concurrencia rió de nuevo, porque estaba
claro que la baladronada no iba en serio-. ¡Sólo nos estábamos divirtiendo un
poco, que hoy hace mucho calor!